Mensaje del subsecretario de Planeación, Políticas y Reguladión de la SEMOVI, Rodrigo Díaz González, durante la ceremonia de cambio de nomenclatura de la Avenida Puente de Alvarado a Calzada México-Tenochtitlan
SUBSECRETARIO DE PLANEACIÓN, POLÍTICAS Y REGULACIÓN DE LA SECRETARÍA DE MOVILIDAD (SEMOVI), RODRIGO DÍAZ GONZÁLEZ (RDG): Muy Buenas tardes, Jefa de Gobierno, señor alcalde, autoridades aquí presentes; vecinas, vecinos.
Es para mí un gran gusto poder presentar este gran proyecto, que es un proyecto de movilidad, de espacio público, de desarrollo urbano.
En total, serán 3.3 kilómetros de nueva avenida, “México-Tenochtitlan”, que irán –en su parte final– desde Ferrocarril de Cuernavaca hasta Rosales.
La inversión total son 154 millones de pesos y, en la actualidad, ya tenemos un avance del 55 por ciento de las obras.
El tramo que hoy presentamos, que hoy inauguramos, corresponde al cuarto tramo, y va desde Insurgentes Norte, por el Poniente, hasta Rosales, al Oriente; son 700 metros, con una intervención integral –pavimentación, espacio público, infraestructura, movilidad–, algunas características esenciales.
En total, son 26 mil metros cuadrados, aproximadamente, de intervención, de los cuales, 15 mil son mejora de la pavimentación, de la superficie vial; 4 mil 600 corresponden a banquetas, que incluyen también una expansión de estas, no solamente la mejora, sino también la expansión.
Hay nuevas luminarias, son 96 luminarias led; hay una intervención de 25 mil nuevas especies vegetales, que incluyen 74 nuevos árboles.
También, se incluyen siete cruces peatonales, absolutamente accesibles y seguros, que van a dar mejor conexión para cruzar tanto al Metro como a las líneas 1, 3, 4, y 7 de Metrobús; es una accesibilidad segura e, insisto, accesible para todo el mundo.
A su vez, hay obras subterráneas –que es lo que no se ve–, hay obras de cableado, hay obras de mejora de drenaje y provisión de agua potable.
Y, también –muy importante–, estamos proveyendo una nueva Ciclovía; en este tramo, en cada sentido, son 700 metros –mil 400 metros en total–, pero todo el proyecto tiene Ciclovía, lo que permite conexión –en este tramo particular– con la Ciclovía de Insurgentes y con la Ciclovía de Reforma; y, también nos facilita la conexión con el Trolebici que va en Eje Central.
La inversión total, en ese tramo, son alrededor de 38 millones de pesos.
Pronto, ya tendremos una gran avenida, me gusta ese nombre: pasar de una ciudad de ejes viales a una ciudad de grandes avenidas, que involucran espacio público, implican mejoras en la movilidad, en la accesibilidad; la calle, también, como un espacio de goce.
Hoy, no queda más que disfrutarla, verla, recorrerla, es un espacio ganado para la ciudad y, por eso, creo que es una gran ocasión para estar acá.
Muchísimas gracias.
PROFESOR E INVESTIGADOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO, FEDERICO NAVARRETE LINARES (FNL): Buenos días.
Tolteca Acaloco, “El Canal de los Toltecas”, este era –hace 500 años– el nombre náhuatl del sitio donde nos encontramos hoy; la calle que luego se llamó Puente de Alvarado y, ahora, se llamará “México-Tenochtitlan”.
“El Canal de los Toltecas” era uno de los muchos que atravesaban la Calzada de Tlacopan, que unía a la ciudad Mexica con su vecina y aliada, ahora llamada Tacuba.
Era un camino estratégico, el más corto de los que llevaban de las islas a las riveras del lago; por eso, los tlaxcaltecas y los españoles lo escogieron para huir de la ciudad en junio o julio de 1520.
Era un sitio populoso –como hoy– y, debido a ello, fue una pescadora que tiraba redes para capturar acociles y otros crustáceos en el agua cenagosa, quien vio pasar a los españoles y sus aliados que escapaban, ella llamó a la gente y así desencadenó un ataque popular y militar contra los que escapaban.
“La noche de muchos nombres”. Esa noche, en este canal, murieron ahogados muchos tlaxcaltecas y españoles, también cayeron combatientes y pobladores Mexicas, de México-Tenochtitlan y de México-Tlatelolco.
Los tlaxcaltecas perecieron, porque eran los que cubrían la retaguardia y ya no alcanzaron a cruzar con el puente portátil que llevaban los expedicionarios; los españoles, porque habían llenado sus bolsas de pesado oro, que los hizo hundirse en las aguas.
El capitán Pedro de Alvarado es recordado únicamente por la hazaña –nada gloriosa– de haber brincado sobre los cadáveres de sus compañeros para salvar su vida.
Los españoles sostenían que su victoria de 1521 –el sitio y destrucción de México-Tenochtitlan y México-Tlatelolco– era una venganza justa contra el ataque Mexica de 1520, en el Canal de los Toltecas y en toda la ciudad, por eso la nombraron con el apellido del capitán: Puente de Alvarado.
Lo hicieron porque él –Pedro de Alvarado– fue quien, en mayo de 1520, ordenó y realizó la masacre a traición de miles de jóvenes desarmados mientras bailaban en honor de sus dioses, en el patio del Templo Mayor.
Alvarado fue el autor intelectual y material de la matanza de Toxcatl, un acto de terrorismo religioso que cimbró el Altepetl Mexica; de esta manera, fue él quien desencadenó la guerra entre Mexicas y españoles y, en las tres décadas de su larga carrera de conquistador, el capitán acumularía una larga lista de tropelías, masacres y traiciones.
Sí, los nombres de las calles son memoria histórica, pero también son una forma de poder. Llamar a esta calle Puente de Alvarado significó privilegiar la anécdota del escape –no tan valiente– del responsable de la guerra sobre la memoria de los cuerpos ahogados de sus compañeros aliados, de civiles y de enemigos, todos muertos por su causa.
Era una manera de celebrar la victoria y la violencia de la Conquista, de recordar que quienes sí contaban eran ellos, los españoles, los capitanes, los varones y que, en cambio, solo merecían quedarse hundidos en los canales, quienes no eran –no son todavía, hoy– más que cuerpos, muertos sin nombre ni recuerdo.
Por eso quiero pensar –imagino de corazón, deseo convencerlos– que llamar a esta calle “México-Tenochtitlan" el día de hoy, 500 años después, es una manera de cambiar nuestra manera histórica, para borrar esta arrogancia y recordar, hacer un homenaje, precisamente a estas víctimas anónimas del combate, de esa atroz guerra que duró de mayo de 1520 hasta agosto de 1521.
Hacer de lado el antiguo nombre debe servir para recordar a las ancianas y ancianos que murieron de hambre y de sed, los niños que perecieron por enfermedades, las jóvenes que fueron esclavizadas y violadas, los guerreros que entregaron su vida en la batalla, quisieran o no –de ambos bandos, desde luego–.
En la muerte, no hay malos ni buenos; si le arrebatamos el nombre al capitán, debe ser justo para recordar que no hay vivos que valgan más que otros, y menos los muertos –sean Mexicas, sean Tlaxcaltecas, sean españoles–; para dejar de celebrar a los asesinos y para comenzar a honrar a sus víctimas, significa tener el mínimo de humanidad para dolernos por las vidas segadas, para lamentar las humanidades quebrantadas, para conmovernos con el dolor de quienes fueron y son personas, como nosotras
En los cataclismos que acompañaron la guerra de 1519 a 1521, perecieron, tal vez, la mitad de los habitantes de la Ciudad de México-Tenochtitlan y de México-Tlatelolco; todas las familias –con seguridad– perdieron a más de un hijo, una madre, un abuelo, una nieta.
Buena parte de la ciudad fue asolada, demolida casa por casa; los canales fueron cegados con escombros; las milpas de las chinampas pisoteadas; los templos fueron devastados, incendiados, derrumbados.
Fue una especie de bombardeo, pero hecho a golpes de masa, casa por casa, canal por canal, barrio por barrio, día tras día, trecena tras trecena.
Destrucción, muerte, sufrimiento; decenas, tal vez, incluso, centenas de miles de muertos, de refugiados, de esclavizados, de hambrientos; una catástrofe humanitaria sin precedentes y, por suerte, sin rivales –desde entonces– en un valle, que vaya que ya ha conocido su cuota de catástrofes y de guerras.
Todo aconteció en esta calle, en este barrio, en esta ciudad hace 500 años; así nos lo recordaba sin duda, pero de manera más cruel que irónica, el nombre Puente de Alvarado, espero que el nombre México-Tenochtitlan nos lo pueda recordar de una manera diferente.
En nuestro México de 2021, devastado por dos décadas de una guerra no declarada, donde los cuerpos de tantas y de tantos de nuestros compatriotas, y de tantas personas venidas de otros lados, yacen hoy también olvidados, ocultos, sin nombre, ni justicia, recordar y honrar a las víctimas de esta guerra de hace 500 años debe ser una manera de no cegarnos tampoco ante el presente, de no rendirnos ante la violencia, de no justificar –en el culto a quienes la perpetran, por más poderosos que sean– la indiferencia a la muerte y al sufrimiento de tantas y de tantos.
Al mismo tiempo, como todo acto de rememoración y de luto, este también puede ser un acto de afirmación y de vitalidad; una forma de remontar la cadena de violencias que inició Pedro de Alvarado con la Masacre de Tóxcatl, de remover ese nombre de cuño colonial que transformaba esa derrota de los conquistadores en una victoria definitiva y duradera, pero que también era, fue siempre, una cuña clavada en la memoria indígena de la ciudad para ratificar la supremacía de la ciudad española.
Llamar hoy México-Tenochtitlan a esta avenida tan ajetreada, es una manera de recordar que nuestra Ciudad de México fue, es también, México-Tenochtitlan y México-Tlatelolco.
Sus plazas mayores eran las viejas plazas centrales de la ciudad prehispánica; su traza general obedece, en buena medida, a las de estas dos ciudades y su configuración isleña.
Sirve también recordar que, durante todo el período llamado “Colonial”, esta ciudad fue también siempre dos ciudades indígenas con sus propios cabildos, San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco que, además de hispanohablante, ha sido siempre hablante de náhuatl y de otomí, sus lenguas indígenas principales; pero también de muchos otros idiomas traídos por inmigrantes de toda Mesoamérica y luego de toda la Nueva España.
Y para no olvidar nunca que hoy sigue siendo una ciudad indígena, donde no solo se hablan todas las lenguas indígenas de nuestro país traídas por nuevas oleadas de migrantes; sino también –por fortuna– una inmensidad de lenguas venidas de más lejos.
Un nombre, en fin, que nos recuerda –mejor que la conmemoración de una batalla– la continuidad de siete siglos de historia de nuestra ciudad, por encima de conquistas y revoluciones, la pluralidad de orígenes y lenguas de nuestras conciudadanas y nuestros conciudadanos.
La memoria de las ciudades no es inmutable, el acto de fijarla en piedra, en monumentos y placas siempre desplaza y a veces borra otras memorias, son acciones políticas que definen qué pasado importa más.
Por eso, las ciudades –como comunidades políticas– también tenemos derecho a modificarlos para cambiarla nuestra relación con ese pasado.
Hagámoslo para deshacer las violencias selladas en un nombre colonialista; cambiemos los monumentos para celebrar a personas diferentes; reconozcamos la pluralidad que siempre ha sido el sello de México-Tenochtitlan y de la Ciudad de México.
Muchas gracias.